Esto no es un breviario. No lo es, en el sentido litúrgico del término, por cuanto no son lecturas de obligado cumplimiento. Aquí cada uno puede leer lo que quiera y cuando quiera. Más aún: puede leerlo, incluso, como quiera. En el orden que quiera. Interpretándolo a su modo. En libertad.
Tiempo habrá de estudiar en profundidad la obra del autor, joven todavía y dueño ya de un «corpus» considerable. Pero en una primera y breve, forzosamente breve aproximación, diría que lo que le caracteriza es la limpieza en el planteamiento y la claridad en los objetivos. Eso unido a una enorme facilidad para el diálogo: directo, ágil, rápido, conciso. Réplica y contrarréplica se suceden, a veces, a velocidad de vértigo. Lo cual no es ajeno a su condición de director y a su pasado de actor. Director y actor saben del valor de la palabra dicha en voz alta, de la musicalidad de la frase, del ritmo de la escena, de la calidad de un silencio y de cómo, a veces, un monosílabo puede decir más que dos frases mal trabadas. Y todo ello al servicio de historias meticulosamente elegidas. Juan Carlos Rubio no se limita a contemplar la realidad (que no es poco) sino que la sube al escenario con su pellizco particular. Un pellizco que duele y hace cosquillas al tiempo. Porque es el pellizco del absurdo y es el pellizco del cariño. Y de ese retorcer y acariciar surge el humor, la ternura, la carcajada y hasta el nudo en la garganta.
José María Pou